El cansancio de ser cubano

Ganador del premio de novela Ciudad de Salamanca, donde vive desde que llegó a España, Xavier Carbonell sostiene que Cuba no pare un gran maestro de la escritura desde Reinaldo Arenas y ahora está enfrascado en la primera historia de una posible trilogía, con un cao y un perro de protagonistas.

Xavier Carbonell, escritor y periodista cubano © Cortesía del entrevistado
Xavier Carbonell, escritor y periodista cubano Foto © Cortesía del entrevistado

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Este artículo es de hace 2 años

Xavier Carbonell (Camajuaní, Villa Clara, 1995 ) es quizá el más unamuniano de los cubanos que tienen la dicha de vivir en Salamanca, la vieja Castilla, donde el recién llegado encontró reconocimiento, pan y abrigo; aunque mantiene el corazón sobre la tierra que lo vio nacer, escudriñándola con el periodismo y recreándola en sus novelas.

Los héroes de "El fin del Juego" (Premio Ciudad de Salamanca, 2021); que no se creyó hasta recibir la llamada del alcalde, son inventores de una Cuba que solo existe en sus cabezas, para huir de la asfixia, unos sibaritas criollos, enemigos de lo feo y la suciedad, que se mueven en una trama policíaca por culpa de un juego de litografías que los moviliza y conmueve.


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Antes, había ganado premios y reconocimientos, pero la distinción salmantina puso al narrador y periodista cubano en el mapamundi de las letras españolas, que venera con un estilo muy cuidado, soldaditos de plomo como musas y el humo de los habanos que lo conectan con José Lezama Lima; desmesura barroca, y Guillermo Cabrera Infante, aquel niño gozoso cuando descubrió que algunos cubanos cambiaban latas de leche condensada por sus novelas clandestinas en su tierra natal.

Pese a que está enfrascado en una novela que podría ser la primera de una trilogía, con un cao y un perro de protagonistas, acompañados por otros animales en los papeles de buzos y náufragos; dizque inspirado en la antigüedad y solera de la villa del Tormes, pero pocos cosas hay más cubanas que buceadores y desamparados. El humo va y viene, como el pasado que atormenta a sus héroes literarios.

¿Que distingue a la literatura cubana actual de anteriores etapas?

La dispersión, la frivolidad, la falta de maestros y el poco entusiasmo. Una pobreza en la narrativa como nunca la hubo y también la proliferación de poetas locales, epígonos de los viejos burócratas, muy despiertos, oportunistas y peligrosos. En el exilio, el panorama tiende a ser más interesante, pero a menudo el propio estado del escritor lo absorbe o lo derrumba: la nostalgia, la necesidad de ganarse la vida, el cansancio de ser cubano.

A eso suma que Cuba no da un gran maestro de la escritura desde Reinaldo Arenas, de modo que ante las editoriales de esta orilla tenemos poco aval, poco calibre. Casi nadie tiene energías para encarar la vieja tradición criolla y americana, buscar nuestro lugar, el paraíso perdido. Y falta el interés por el relato y la memoria de la Isla, que hay que reparar con la ficción.

Ni cuando estaba en Cuba, ni ahora, me sentí parte de una inquietud generacional, un movimiento, una sensibilidad común. Estaba solo en la biblioteca. Sin embargo, eso ofrece libertad, porque así puede uno conversar sin distracción con los muertos, con los maestros, que siempre enseñan.

Leyéndote, uno aprecia desvelo por cuidar el lenguaje y capacidad cinematográfica para atrapar al lector en el relato; ¿cómo vives la redacción de una novela o cuento?

Es la fundación de un mundo. Por muy humilde y nebuloso que sea, tallar ese universo no deja de ser un refugio, una artesanía, y envuelve cada aspecto de la realidad, que, como decía Borges, “se nos entrega” para nuestra escritura.

Aunque los relatos son el modo de contar por excelencia, no hay nada más generoso que una novela. Las conexiones van tomando forma, el mecanismo va creciendo, uno puede vivir dentro de ese mundo por varios meses, años quizás.

Yo investigo mucho, me gusta que ese universo se vuelva concreto, visible, colecciono libros, reproduzco grabados o compro soldaditos de plomo, que limpian sus rifles y acompañan mi trabajo sobre el escritorio. Son talismanes, juguetes, máquinas del tiempo, como la literatura.

La ciudad de Salamanca, donde vives desde tu llegada de Cuba, te distinguió por tu novela El fin del juego, que es un relieve amargo de esa isla que sobrevive a consignas y quebrantos. ¿Son tus héroes siempre baldados o es un recurso pasajero?

Esos héroes de los que hablas padecen mi mismo mal: inventan su propia isla para escapar de todas las asfixias: políticas, históricas, personales. No son evasivos ni cobardes, pero han llenado sus vidas de consuelos “anestésicos” contra el exceso de realidad: el tabaco, el café, la imposible gastronomía criolla, los libros y antigüedades, la memoria del clan, el convencimiento de que todo está a punto de perderse.

Son sibaritas en un mundo austero. Decadentes y a menudo insoportables, pero no pedantes. Con sus juegos de palabras y su resaca histórica, los personajes de El fin del juego me sacaron de Cuba. Fue una ficción que me salvó.

Además, haces periodismo; ¿dónde te sientes más cómodo, en la información o en la ficción?

Soy muy mal periodista. Pregúntale a mis colegas. Siempre “jugando cabeza” para inventar una crónica, encrespando los diálogos y las descripciones, colando en todo la ficción. Además, soy lento y me interesa bastante poco el presente, salvo por el hecho de que vivo en él. Donde mejor me siento es en el periodismo de opinión, con mi columna Naufragios, en 14ymedio, donde puedo perorar, tabaco en mano, conversar conmigo mismo, sin miedo a salirme del tono.

Puedo hablar de cómo se desarma un rifle o sobre la toma de La Habana por los ingleses, criticar a los burócratas o recordar a un escritor amigo. No sé si sean los textos que un lector de diarios busca un domingo por la mañana, pero te garantizo que ahí también reina la ficción, las palabras.

¿Qué escribes ahora?

Después de "El fin del juego", escribí dos novelas, todas antes de salir de Cuba, que tendrán que encontrar su lugar. Ahora, en Salamanca —ciudad donde todo es antiguo y parece salido del recuerdo— termino una novela de aventuras, piratas y batallas navales, buzos y náufragos, contada como si todos los personajes fueran animales.

Los protagonistas son un cao —el primo cubano del cuervo— y un perro. El obispo de la isla es un buey blanco y hay un ermitaño embaucador que no podía ser otra cosa que una jutía. Este panorama, tan alucinado, que parece "El jardín de las delicias", de El Bosco, me ayuda a recorrer la “prehistoria” de lo cubano desde el símbolo de las bestias, con mucho humor y tabaco. Si funciona, escribiré por lo menos dos novelas más en esa clave.

Eres fumador de habanos, ¿cómo aprecias el contrapunteo cubano entre el azúcar casi extinguida y el tabaco?

Fernando Ortiz fijó una vieja regla: quien manda en Cuba manda sobre el tabaco. Así ha sido siempre y ahora mucho más, por desgracia. El azúcar falta en Cuba, como todo. Sin azúcar no hay ron y el café queda amargo, por lo que habría que fumarse el puro solo y seco. El azúcar es cara; el tabaco lo es más.

Gracias al viejo contrabando cubano, siempre he podido acceder a buenos puros, la mayoría sin anilla, escapados de la tabaquería -cimarrones, dice un personaje de "El fin del juego"-, que ahora trato de conservar en la seca Castilla. El criollo siempre fumó, mira a Lezama, a Cabrera Infante o a nuestros bisabuelos.

Que el cubano deba fumar el cabo prieto, agrio y mal torcido que le vende el Gobierno es, más que un insulto económico, una humillación que encapsula el poco respeto que se le tiene como ciudadano. Una falta de consideración más, entre tantas.

La primera vez que el cubano empuñó un arma contra la opresión y la falta de derechos, lo hizo en el siglo XVIII y por el tabaco. Yo organizaría, con mucho gusto, un asalto sibarita a los humidores oficiales, al estanco hotelero y militar, y repartiría el botín entre los fumadores legítimos de la isla, mis cofrades en la religión del puro.

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Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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