No parece existir desacuerdo entre los economistas al emplear el concepto de desigualdad económica, que se entiende como la diferencia que existe en la distribución de bienes, ingresos y rentas en el seno de un grupo, una sociedad, un país o entre países.
Una definición clara que no arroja dudas sobre el concepto, eje de una de las políticas económicas fundamentales de los gobiernos. Y si bien no existe desacuerdo en la definición, los economistas polemizamos sobre el origen de este grave problema social, los factores que determinan su agravamiento y sobre los instrumentos más eficaces que tienen los gobiernos que desean mejorar la distribución de la renta.
En Cuba, a partir de 1959, se instauró un modelo económico de base estalinista que proscribió el ejercicio de los derechos de propiedad privada, la libertad empresarial, el mercado como instrumento de asignación de recursos y la planificación e intervención del estado en la economía.
Este modelo, mantenido por la fuerza desde entonces, supuso un giro de 180 grados en la que había sido la evolución de la estructura económica cubana desde los tiempos coloniales y un acercamiento al bloque del pacto del telón de acero, sostenido por la URSS, en los tiempos convulsos de la Guerra Fría. Como consecuencia de la protección obtenida del bloque soviético, el régimen castrista se despreocupó del funcionamiento de la economía, que se orientó a los subsidios anuales obtenidos por la venta del azúcar, y poco más.
A cambio, Cuba recibía petróleo, electrodomésticos, tecnología y equipamientos del Este de Europa, y se alejaba cada vez más del modelo de funcionamiento competitivo de las economías occidentales.
En aquellos años, las desigualdades económicas, que por supuesto existían, se explicaban en función de la proximidad a los círculos de poder político comunista y de forma más concreta, a la familia Castro. O se aceptaban las reglas del juego, o la salida al exilio era la única forma de evitar la represión y cárcel.
Los cubanos sabían que en Cuba había personas que disfrutaban de prebendas, bienes, servicios muy superiores a la media, pero comentar o cuestionar este tipo de situaciones, recibía el mayor castigo por las autoridades, que por su parte, no tenían empacho alguno en justificar estas desigualdades de origen ideológico.
Con el derrumbe de la URSS y la llegada del período especial, a los cubanos se les cayó la venda de los ojos y al régimen no tuvo más remedio que abrir puertas en la economía, lo que permitió la aparición de desigualdades económicas que ya no tenían su origen en la dependencia política. Sin embargo, tan pronto como llegó la ocasión, los macetas fueron reprimidos y castigados por el régimen, que por suerte, encontró en la Venezuela de Hugo Chávez la solución económica para la dependencia externa de la economía y nuevos subsidios.
No obstante, ya se había abierto un espacio para las desigualdades sociales en la economía informal que, a partir de entonces, no dejaron de aumentar, al tiempo que los cubanos de a pie se veían obligados a soportar salarios medios de muy bajo poder adquisitivo y una elevada dependencia de los suministros del estado. En definitiva, el modelo estalinista, aunque estaba en crisis, se vio reforzado de forma artificial.
Cuando Fidel Castro fue sustituido por su hermano Raúl al frente del poder, este decidió abrir espacios al trabajo por cuenta propia y dar carta de entidad a lo que estaba funcionando en la economía informal desde varios años antes. Dando tumbos, con muchas dudas conceptuales y una gran incertidumbre, el menor de los Castro promovió cambios en los espacios y reglas del juego para una actividad privada creciente, que lejos de ser reprimida o eliminada, empezó a ser valorada por las autoridades como un instrumento para la financiación de la economía.
Y en ello estamos en la actualidad, ante un entorno complejo, de grave recesión, en el que se ha instalado un peligroso sálvese quien pueda, al comprobar los cubanos como el régimen interviene hasta en el negocio de las llamadas mulas para drenar las divisas que llegan a las familias.
Papel especial en el nuevo entorno económico cubano, es el que tienen las remesas. Desde que se autorizaron los envíos de dinero de los familiares en el extranjero, el acceso a esta financiación ha provocado desigualdades económicas muy importantes en Cuba. Ya no se trata del burócrata que abre una paladar en los bajos de su vivienda o el que alquila habitaciones a turistas extranjeros y se lucra por ello, sino de personas que reciben dinero contante y sonante para su destino al gasto en bienes y servicios muchas veces necesarios para la supervivencia.
No obstante, el importe de las remesas deja más de lo que se precisa y ese diferencial se destina a consumo suntuario, es decir, bienes y servicios que los cubanos, con su bajo nivel de vida, jamás podrían acceder: estancias en hoteles en los cayos o una cena en una paladar de lujo, por citar algunos, o compra de ropa de marca extranjera. Las opciones son muchas, y las desigualdades económicas provocadas por la fe( familiar en el extranjero), generan críticas, ya no tan silenciosas, sobre todo de aquellos que no tienen fe porque creyeron en el mensaje del hombre nuevo de la revolución, que les fue inculcado durante décadas.
Las desigualdades económicas provocadas por las remesas tienen valor. Alrededor de 2.000 millones de dólares, una cifra que, para tener una idea de lo que representa, es prácticamente el valor de toda la producción agropecuaria y por supuesto, superior al sector de la cultura y deporte, e incluso por encima de las actividades comunales, los denominados “logros de la revolución”.
Las remesas suponen una importante inyección de dinero, que si se suma a otros conceptos (como mercancías o pagos de servicios indirectos desde el exterior) ha permitido estimar el importe en unos, 6 mil millones de dólares, que es superior a lo que representa la educación en Cuba e incluso, por encima del sector de la construcción. Y aquí estamos hablando de palabras mayores
El problema de las remesas y su incidencia en las desigualdades económicas no es lo más importante, ya que en principio, este dinero no provoca daño alguno, y genera un gasto que puede servir para estimular muchas actividades privadas. El problema reside en el destino de este gasto adicional que, a diferencia de lo que ocurre en otros países que tienen nacionales en el exterior que envían remesas, en Cuba no se puede canalizar hacia inversiones productivas empresariales, inmobiliarias e incluso, participación en capital de empresas o fórmulas de ahorro a largo plazo.
Como consecuencia de ello, las remesas generan pan para hoy, pero -presumiblemente- pueden suponer hambre para mañana, porque no se pueden capitalizar. Este es un problema grave y exige una solución, al margen de consideraciones ideológicas.
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